Llevo un tiempo adentrándome en la sabiduría de las cuatro direcciones. Se trata de una antigua práctica chamánica que dialoga con las energías y poderes contenidos en cada una de las direcciones: norte, sur, este y oeste. La rueda, así le llaman diversas culturas nativas americanas y europeas, se crea en el suelo debidamente orientada y ayuda a unir el mundo externo e interno. Moverse en ella con diferentes intenciones permite hacer un trabajo espiritual en conexión con la naturaleza y los ciclos de la vida: entender situaciones, adentrarse en temas de vida, tomar decisiones, etc.

Durante estos días de enero de 2022 estoy en contacto fuertemente con la energía del norte. Me conduce a lo intemporal, al vacío. He vivido algo especial abandonándome al no hacer. He conectado con el invierno y he entendido cómo todo puede estar contenido, paralizado pero vivo. También he contactado con la luna nueva y con la profundidad de la noche. El campo permite vivirla en todo su misterio. Siento más presentes a mis ancestros con los que he dialogado de forma espontánea. Y siento mucho más disponible la voz del inconsciente. Puedo intuir el caudal de sabiduría escondida en este modo de habitar el tiempo. El norte me trae estos días algo inexplorado por mí. Pero no sé ponerle muchas más palabras. Esto también es interesante.

Después de unas navidades activas con mucha energía implicada, caigo en el vacío. La enfermedad me ayuda a rendirme. Mi cuerpo pide descanso y me entrego. Con esta sensación de que nada me reclama, de no sentir ningún impulso, puedo permitirme pensar en el no tiempo. Consigo que se haga un silencio especial dentro de mí. Me sorprende darme cuenta de que experimento algo que asocio a la falta de ego. Me trae alegría. He soltado cualquier intención y me siento así, sin ego. No necesito opinar de nada, defenderme de nada. El puro presente me mece. Me invade una fragilidad alegre, una ingenuidad sana que me hace estar disponible, abierto a lo que me llega a cada instante sin juicio alguno. Es un estado infantil de confianza al mismo tiempo que experimento una lucidez madura del alma, un estado de alianza con la vida.

Ahora puedo ver toda la energía que compromete el ego a diario, empeñado en hacer, manifestar cosas, completar acciones, alimentar la importancia personal, mirar el móvil, obedecer estímulos y distracciones. Uf, me observo en la vida cotidiana y puedo distinguir la red en la que ando literalmente atrapado. Estoy en un permanente automatismo por llenar los vacíos. Siento el profundo valor que hay en parar y recoger, intuitivamente y sin mente, cada poco tiempo, el resultado del movimiento, de la acción. Como si cada cosa en la que comprometiera mi energía, me pidiera luego un reposo natural en el que destilar lo que siento y engarzar estados de coherencia con la vida. Aquietar el corazón y la mente es pura salud.

Es un privilegio para el alma despertar cada día sin atraparla inmediatamente en acciones. Dejar que el puro presente te traiga algo, lo que sea, inesperadamente. Entrenarme para estar en la nada, me supone poner conciencia en la inacción. Es como alargar la noche, donde desactivo los sentidos y nada de fuera me fuerza a la acción. Como mantener la energía del letargo. Escucho en este vacío la virtud del invierno: habla del período entre la muerte y la vida. Y en este intervalo, hay mucho que percibir. La luna, aunque deja de reflejar luz, no está oculta, está ahí muy presente.

Siento un efecto muy alentador: sé que detrás del vacío, si espero, puede llegar algo nuevo. Lo nuevo me estimula. Lo nuevo es algo inesperado, que no puedo crear con mi mente, que no puedo esperar como producto de mi elaboración, sino que me sorprende. Y eso nuevo llega como un regalo. Tengo que saber esperarlo sin mente. El hecho de reconocer que puede aparecer es ya una actitud de entrega a la vida y a su sabiduría. Me siento en una verdadera entrega reconfortante.

El vacío no es tal, me digo a mi mismo, pero reconozco el miedo al vacío que contiene mi vida. Los átomos, si te aproximas, resulta que tienen el 99% del espacio vacío. Se trata de la dimensión que alberga todas las posibilidades. Cuando contacto con el vacío, y espero, y dejo de atender el movimiento, aparece algo excepcional: el vacío está lleno de un estado del ser y este estado es muy satisfactorio.

Absorbo la importancia de parar, de dejar espacio al no hacer absolutamente nada. La respiración, algo simple, se torna placer, lenta y consciente. Noto mi impulso automático a encadenar la siguiente acción, y la siguiente. Lo observo y no reacciono. En realidad, con mi observador interno puedo hacerme cargo de la actividad de mi mente. Entonces me doy cuenta de que mi mente no soy yo. Esto me libera mucho.

Vuelvo a respirar. Emerge ante mí una peculiar conciencia: estoy vivo. Eso es extraordinario. Soy, en mi cuerpo y en mi ser, una manifestación de la vida. Me emociono. Esta emoción que siento aquí y ahora es la vida misma palpitando. La vida, infinitamente más grande que yo, se manifiesta a través de mí. Soy un habitante de este cuerpo, un testigo convocado a sentir la emoción de la vida. La vida me atraviesa.  

Agradezco la energía del invierno, el poder del norte.