Inteligir consiste en tener una idea clara acerca de alguien o de algo. Esa idea clara es un acto muy sencillo, un darse cuenta que tiene la cualidad de simplificar, de ordenar, de abrir el conocimiento a un momento integrador de la experiencia. Se trata de algo que la mayoría hemos vivido alguna vez. Nos permite ver el problema con más perspectiva, nos reporta cierta paz y nos hace sentir más comprensivos con las partes que estaban en conflicto.

Cuando esta inteligencia decimos que es intuitiva, es porque está en sintonía con todos los procesos internos, con todas las potencialidades que dotan al conocimiento de claridad. Esas potencialidades emanan del movimiento emocional interno, de escuchar la sabiduría del cuerpo, permitir que emerjan nuestras memorias instintivas y dar espacio a la conciencia extensa.

La inteligencia intuitiva emerge por tanto, como resultado de un proceso de revalidación de todas las cualidades específicas que como seres humanos almacenamos, de nuestras formas de inteligencia que se han desarrollado a lo largo de millones de años y que nos conectan de nuevo con el fenómeno en el que estamos insertos: la vida, en toda su expresión y anchura. No hay vida intuitiva, no hay verdadero inteligir si no es en contacto con nuestras memorias, nuestro cuerpo expresivo, nuestra emoción desplegándose en plenitud. La conciencia extensa, además, nos actualiza el hecho de que somos una partícula en un contexto universal extraordinario, y que en ese contexto tenemos un viaje cargado de sentido y de posibilidades.

De ahí vuelve a surgir la intuición como un proceso interno que nos forma y que posteriormente nos informa, es una conquista que nos conduce a una vida más plena.